Sin zapatos y con los pies helados, me muevo con las piernas cruzadas frente al primer swami que he conocido.
Está envuelto en túnicas color azafrán, sereno y quieto. Sus ojos están cerrados, su mente lo lleva a lugares que no puedo conocer. Las enredaderas trepan por la pared de paja de bambú detrás de él.
A mi alrededor, mientras el patio se llena, las mujeres lloran. Los ojos del swami se abren y son tan gentiles como su sonrisa. Siento el calor, pero no entiendo las lágrimas.
Estoy en Rishikesh, un punto de encuentro espiritual ubicado en las estribaciones de los Himalayas indios, donde los ashrams salpican el paisaje y el río sagrado Ganges fluye hacia las llanuras. Los hindúes han peregrinado durante mucho tiempo a este lugar sagrado, donde se dice que santos y sabios meditaron durante miles de años. Pero desde que los Beatles llegaron aquí en 1968, los occidentales la han convertido en su Disneylandia espiritual. Deambulan por las calles, salpicadas de tiendas, videntes y más clases de yoga de las que cualquier yogui puede tomar, en busca de la iluminación.
